Acompañamiento terapéutico
¿Qué hacer con el niño que no puede jugar?


El acompañante terapéutico debe ser él mismo la herramienta lúdica de aquellos niños que no pueden jugar por estar inhibidos en el campo de la creatividad y la imaginación. Sólo así, el niño confiará en que fuera de él y en el “otro”, hay algo de su mundo, de su placer y de su persona que lo motive a vincularse. Entonces, el acompañante debe ser el puente que posiblite cruzar del padecimiento a la salud, de la desconexión total a la conexión relativa, de la disociación a la integración, de la soledad a la compañía.

Desarrollo teórico
Jugar es tender un puente entre fantasías y precarias hipótesis construidas con un material desconocido para el niño... Material que busca ser esclarecido, explicado y, sobre todo, reconstruido. El puente inevitablemente cruza hasta un territorio conocido, familiar, concreto. Este espacio es la realidad, en donde cada niño puede retomar sus enigmas, sus conflictos, su dolor y sus deseos para convertirlos en cuentos de hadas, en un combate de soldados, en juegos de competencia o en ser un superhéroe capaz de vencer lo invencible.

Winnicott (1980) nos dice que el motor que lleva a los niños a la actividad lúdica es el placer que el pequeño siente al atravesar la experiencia del “jugar”, el cual se manifiesta tanto en lo físico como en lo emocional. Pero también deja ver en su juegos agresión u odio. Es importante comprender aquí que el placer está en sacarlo fuera de sí, en liberarse de esa hostilidad que lo invade y sobre todo rescatar que lo está haciendo de una manera que es socialmente aceptable. El jugar le da herramientas al niño para controlar sus ansiedades y para apaciguar sus temores.
El acompañante terapéutico (A.T.) que trabaja con niños debe poseer conocimientos de la importancia del juego, porque en muchas oportunidades el niño con dificultades demandará que el A.T. lo ayude a construir un juego que alivie sus conflictos, sus culpas, sus miedos; le pedirá que lo acompañe a cruzar aquel puente entre su mundo interno, a veces precario o fragmentado, y la realidad que el niño se ve incapaz de sostener, de articular y vivir.
¿Será la función del A.T. proponer un juego que aliviane los conflictos del niño? El A.T. podrá sostener y guiar saludablemente el juego del niño. Podrá construir junto al niño soluciones creativas o reconstruir juegos que el pequeño solicite reparar. Podrá brindar alternativas y esperar que el niño construya su contenido. El A.T. tendrá siempre en cuenta ser cuidadoso y no invadir al niño con su propio juego.

Es interesante pensar la eficacia que adquiere la intervención del A.T. en este puente, donde el juego surge como una de las posibilidades que rescatan al niño de lo traumático. Kleber Barreto (2005) nos dice: “Intervención a través de la cual se consigue algún cambio, pero que se aprovecha teniendo en cuenta el repertorio ofrecido por el propio paciente... Se respeta su juego y se busca intervenir a partir de estos elementos... No existe nada más traumático e invasivo que el rompimiento del juego, lo que implica una ruptura de la capacidad simbólica del sujeto, en caso de que ésta no esté lo suficientemente establecida”.
El A.T. funcionará como un puente que le posibilite al niño transitar desde su padecimiento a su bienestar y donde “al acompañar se cree un vínculo con el paciente... Un espacio entre la desolación y la esperanza, entre la desconexión y la pertinencia, entre el silencio estratégico y la palabra orientadora... Transicional, además, porque funda un espacio temporal entre lo que hubo y lo porvenir, donde un futuro puede ser concebido como posible...”. Kuras y Resniky (2000).

Ahora bien, ¿qué sucede cuando el niño se encuentra inhibido para jugar? ¿Es posible prestarse como puente transicional, cuando este puente es frágil e imposible de transitar? Cuando el área transicional no existe, el mundo interior del niño, donde habitan sus conflictos más desconocidos, y la realidad cotidiana compartida se encuentran disociados, ignorantes uno del otro. Aquí acontece la patología, la enfermedad y el padecimiento del pequeño. La intensidad de cada patología dependerá del grado de disociación entre el mundo interno y externo. El A.T. debe habilitar un espacio de confianza para que el niño se anime a cruzar este puente que va de su solitario mundo interno a la realidad subjetiva y compartida. Será entonces función del A.T. primero construir un vínculo que rescate al niño de la pasividad y perplejidad, pero no con una modalidad invasiva, sino con aquella modalidad que le permita al niño identificarse con la propuesta del A.T., porque sólo así el acompañado sentirá que en esa propuesta hay algo de su deseo que lo moviliza a seguir transitado.

En los casos donde el niño no juega por inhibición, es importante saber que el proceso empático, que debe suceder para que la cura avance, es a veces vacío de simbolismos, de palabras, de miradas y que ese vacío es parte de lo que el niño padece, porque no encuentra nada allí para aferrarse... Vacío que el A.T. no debe llenar, sino saber recrear para así poder descifrar los estados emocionales del otro y reaccionar frente a ellos en el intercambio afectivo. Por lo tanto, para leer el lenguaje tanto corporal como emocional se necesita estar en contacto con el propio bagaje, para así poder tener una sensibilidad reflexiva ante la expresión del niño.
En niños con patologías graves es importante considerar “la presencia del A.T.”, donde la mirada y el gesto juegan a ser palabras y acciones, donde el silencio le posibilita al niño que busque y explore sus sonidos y sensaciones, la espera es la que viabiliza esta búsqueda, porque el niño, aunque no juegue manifiestamente, sabe que hay otro dispuesto a dibujar respuestas y a sostener vacíos que hacen que su padecimiento sea compartido.

En estos casos no se puede esperar que el juego surja espontáneamente como una propuesta del niño, porque no hay posibilidad desde la estructura para que esto suceda. La intervención del A.T. será estar atento a cualquier indicio para comenzar a tejer y a inscribir simbolismos. La mayor parte del tiempo estamos en silencio pero activos con los gestos, con la miradas y con el cuerpo. Estos indicios, que a veces son sonidos o primitivos gestos, serán para el analista tan ricos como si este niño pudiera jugar y usar su cajón de juegos durante su sesión. El A.T., en esta posición, no propondrá juegos, ni aceptará roles impuestos, sólo estará allí para acompañar a un sujeto que se encuentra detenido en su maduración más primitiva.

Winnicott (1962) sostiene que los niños que no juegan, incluyendo primordialmente al autismo dentro de estas perturbaciones, están siempre al borde de una angustia impensable, siendo la madre la encargada de mantener esta angustia alejada mediante su función de sostén; pero cuando esta función falla, aparecerá en el niño como una sofisticada defensa “el autismo”, que lo protegerá de dicha angustia masiva.
Siempre he tenido la impresión de que el autismo es la manifestación de aquel lactante que durante sus primeros meses de vida ha padecido demasiado. A causa de una madre “totalmente” indiferente a sus necesidades básicas, el bebé no ha podido borrar de su cuerpo y de su psiquis tanto sufrimiento y por ello decide renunciar a ligarse a otro y así es como “se retira del mundo y elige otro mundo donde su integridad no corra peligro”.

Un caso clínico
Li es un niño autista. Su mirada es selectiva y allí donde el placer impacta, detiene sus ojos; allí donde el enigma lo satura, rompe sus límites. Comencé acompañando a este pequeño que por momentos me invadía de vacíos y a la vez de desafíos. Li tiene cinco años y no habla, se encuentra en permanente ausencia de todo y sumergido en las misteriosas entrañas de su universo.

Uno de esos días de rutina, en los que salíamos a caminar por el parque, percibo un sonido que el niño emitía con frecuencia, pero esta vez su intensidad era notable. El sonido era el siguiente: “Uuu... yyy.. uuu... yyy”. Inmediatamente lo solté de la mano, me detuve y tomé su sonido, pero lo pinté con un sutil y dosificado simbolismo, comencé a cantar y a bailar diciendo: “Uyy... Uyy... Uyy”, repitiendo una y otra vez este sonido con distintos ritmos, con distintas voces y con movimientos. Li, me tomó del bolso, pegándome fuertes tirones para que me bajara a su altura, tomó mi cara entre sus manos y la presionó fuerte apoyando sus ojos en mi boca y en seguida se dispersó. Así pasaron semanas de cantar su sonido, pero al niño ya no le interesaba mi propuesta. Luego de varios meses, y en otro de nuestros paseos, comenzó a realizar otro sonido: “AAA.... UUU... AAA”, y así mi canto se trasformó en otro canto. El niño repitió lo de aquel día a la perfección, tomó mi rostro, presionó mis cachetes y apoyó sus ojos sobre mi boca.

En este caso el canto surgió como acto simbólico, fue quien inauguró el vínculo con el niño. Cuando lo conocido irrumpió en la música de mi voz, ésta vehiculizó aquellas palabras de Li que intentaban encontrar un eco que las contenga, pero lo fundamental para el niño fue sentir que mi canto era acorde, familiar a lo que él estaba viviendo o había vivido, acorde a algún sentimiento, a alguna experiencia. Entendí desde mi subjetividad que en medio de su universo tan familiar y conocido surgió la extrañeza de “otro” que estaba fuera de él mismo. El niño supo, al menos por segundos, que podía lanzarse a lo desconocido porque allí habitaba algo conocido, reconocer en mi canto su sonido que lo protegía y lo sostenía. Quizás Li encontró algo de familiaridad en el espacio desconocido.
Este indicio fue llevado a su análisis, donde la terapeuta tomó estos sonidos del niño y mi voz como dos herramientas para comenzar a construir una posible vía lúdica que liberara al niño de su angustia y sobre todo de su prolongado silencio.

Conclusiones
Es importante considerar al juego como un dispositivo clínico para el trabajo del A.T. con niños. El juego como manifestación de la conducta humana tiene un proceso evolutivo que comienza con juegos funcionales para luego pasar a los de ficción o simbólicos y, por último, al juego reglado. Dentro de cada una de estas etapas lúdicas habrá indicadores que darán cuenta de aspectos evolutivos fundamentales tales como: la estructuración del esquema corporal, el dominio del espacio y la configuración del tiempo que le dará al niño la noción de continuidad. También los juegos aportarán a la esfera psicosocial tanto el desarrollo de la autonomía como el equilibrio emocional. Pensar, entones, al A.T. como un “acompañante lúdico” sería más que pertinente, porque si éste tiene los conocimientos de cada una de estas etapas del juego, podrá, mediante sutiles disparadores, posibilitar la evolución del mismo.

¿El A.T. tendrá la función de hacer jugar al niño para que éste evolucione saludablemente? El niño sólo se atreverá a jugar en presencia del A.T. o con el A.T. si anteriormente se ha establecido un vínculo de confianza. El niño no juega con cualquiera, sino sólo con aquellos que le simpatizan. El A.T. no deberá hacer jugar al niño sino que tendrá que jugar “con” el niño y sostener su deseo lúdico, acompañarlo en la búsqueda y desarrollo de su propia imaginación y creatividad, elementos fundamentales para que cualquier juego emerja. Winnicott nos dice que estos elementos están presentes desde muy temprano en el bebé, ya que éste es desde el comienzo un gran creador, por su capacidad de crear el pecho materno en ausencia de ésta.

Ahora bien, ¿qué sucede con aquellos niños que no juegan y cuál será la función del A.T.? Los niños que tienen dificultades para jugar, según el psicoanálisis, son niños con patologías graves. Lo que sucede es una inhibición en el campo de la creatividad y la imaginación, estos elementos aquí no se encuentran o se hallan detenidos. Por esta razón observaremos características especiales en estos niños como: la desorganización y falta de complejidad en cualquier emprendimiento lúdico, la ausencia de secuencias, falta de continuidad, manifestaciones fragmentadas e ilógicas o ausencia total de iniciativa. El A.T., al detectar estos indicadores o algunos de ellos, sabrá que es él mismo la herramienta lúdica, que deberá prestarse el como una posibilidad de juego, rescatando del niño aquellos indicios de placer para darle un sonido, un ritmo, un color o un movimiento. Sólo así el niño confiará en que fuera de él y en el “otro” hay algo de su mundo, de su placer, de su persona que lo motive a confiar y a vincularse.

En todos los casos es importante considerar que no es la finalidad del acompañante la de proponer una subjetividad ajena a la del niño para que éste la tome como propia y así posibilitar el juego, ni tampoco aceptar roles que el niño desee manipular o destruir. Sino que su fin está orientado a ser “puentes transicionales”, puentes que posibiliten cruzar del padecimiento a la salud, de la desconexión total a la conexión relativa, de la disociación a la integración, de la soledad a la compañía y que, una vez cumplidos los objetivos propuestos y la visible mejoría del niño, el A.T. se retire dosificadamente de la escena.

Viviana Edith Balsamo*

* Escuela de Acompañamiento Terapéutico de Córdoba.
E-mail de contacto: vivianaebalsamo@yahoo.com.ar

Bibliografía:
- Freud, Sigmund (1919). “Lo ominoso”. Ed. Amorrortu. Bs. As.
- Kuras Susana de Mauer-Silvia Resnizky (2000). “Acompañantes Terapéuticos”. Papirus. Bs. As.
- Kléber, Duarte Barreto (2005). “Ética y Técnica en el Acompañamiento Terapéutico”. Ed. Unimarco. San Pablo, Brasil.
- Rosfelter, P. (2001). “El oso y El lobo”. Ed. de la Flor. Bs. As.
- Winnicott, D. (1980). “Realidad y juego”. Ed. Gedisa. Barcelona.

Fuente:
El Cisne

 

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